Antiguos festejos navideños en la Ciudad de Buenos Aires
Por Olga Fernández Latour de Botas (*)
Más de una vez hemos dejado testimonios sobre las costumbres navideñas del interior del país porque en ellas se reflejan manifestaciones de gran pintoresquismo, plenas de una religiosidad acendrada y prístina.
Fiesta del Niño Jesús es también fiesta mariana, ya que si bien la presencia de la Sagrada Familia –Jesús, María y José- constituye una constante en el cancionero y en la oración devota de este tiempo, la figura de María se exalta plena de belleza y de poder.
Así, en el folklore literario de toda Iberoamérica, encontramos a la Virgen María no sólo como protagonista del misterio de la Natividad de Cristo, sino también como promotora de milagros; ella es, por ejemplo, quien devuelve la luz a los ojos del ciego generoso que le da sus naranjas en el precioso romance español titulado “La fe del ciego” que ha perdurado en el cancionero folklórico de la Argentina.
En la narrativa popular aparecen incluso episodios bastante alejados de la bondad y paciencia de María que se insertan en el ciclo folklórico de la Navidad, como la leyenda de la maldición de la Virgen que impide florecer a la higuera porque no quiso dar sombra, o porque hizo tropezar al burrito, o porque había dado albergue a la víbora -según distintas versiones recogidas por Berta E. Vidal de Battini- cuando la Sagrada Familia marchaba camino de Belén.
En Buenos Aires, ciudad-puerto, lo que equivale a decir ciudad expuesta a las más variadas ráfagas del cosmopolitismo, las memorias que se han conservado respecto de sus navidades de antaño hacen siempre referencia comparativa a las celebraciones de otras tierras y especialmente de otras latitudes. En efecto, el cambio de ambientación de la fiesta, de la estación fría que caracteriza a la Natividad del hemisferio norte a la estación cálida en que se celebra la Pascua de Navidad en Sudamérica, es el factor que más influye en las variantes de costumbres en ellas introducidas.
En esta ocasión he creído interesante recordar páginas que pertenecen al periodista y memorialista italiano José Ceppi, nacido en Génova en 1853 y radicado en Buenos Aires en 1884, quien bajo el seudónimo de Aníbal Latino, dejó notables testimonios sobre nuestra ciudad en su libro titulado “Tipos y costumbres bonaerenses”. La obra, integrada por artículos independientes de neto corte costumbrista, fue publicada en esta capital en 1886 y reeditada en Buenos Aires por la Editorial Losada en 1943 y por Hyspamérica (Biblioteca de Nuestro Siglo), en Madrid, 1984. El artículo que ahora nos interesa lleva por título “Pascua de Navidad, Carnaval y Cuaresma” y de ese texto la primera parte, la referida a las celebraciones navideñas, particularmente destacable por su carácter comparatista y por la frescura vivencial de los datos vertidos. El tema de la inversión estacional aflora de entrada en el pensamiento del autor:
“He de confesarlo: empiezo este artículo cometiendo una heregía, que tal es sin duda el propósito de enmendarle la plana al Supremo Hacedor, preguntándole porqué, al invertir para los habitantes del hemisferio sud el orden de las estaciones, no invirtió también el orden de las solemnidades católicas, para que se celebraran aquí en las mismas estaciones que en el hemisferio norte las celebran”.
Tal introducción da pie al escritor -que no por azar llegó sin duda a ser secretario de redacción, vicedirector y director suplente del diario La Nación- para exhibir sus conocimientos sobre la literatura y sobre la cultura en general de los países de Europa, a las cuales, ateniéndose en este caso al motivo de la Navidad, alude en parágrafos significativos:
“Si así fuese, cuán pronto saldría yo ahora del paso recordando ó copiando, respecto á las fiestas de Navidad, lo que han venido diciendo desde hace tres siglos mil escritores ingleses, franceses, italianos, y españoles, tomando á buena cuenta lo que me conviniera de Walter Scott, de Charles Dickens, de Tackeray, de Yrving, de Max O’ Rell, de Lope de Vega, Larra, Mesonero Romanos, Antonio Flores, Alarcón, De Amicis, Matilde Serao y otros que no recuerdo pero que procuraría recordar si fuese necesario.
Diría entonces que los ingleses, olvidando un momento que son hombres de negocios, ó como dijo Napoleón /un peuple de boutiquiers, celebran el Christmas, la Navidad, en medio de la paz, la alegría, y las expansiones del hogar, reuniéndose bajo un mismo techo padres é hijos, tíos y sobrinos, primos y demás parientes, saboreando sus plumpudding monumentales, ó sea tortas de ciruelas, abundantemente rociadas con ron o brandy, presentadas entre torbellinos y llamas, y recibidas en medio de los ¡hurrahs! de los convidados.
Hablaría de la Noche Buena de España, del legendario turrón, ese adoquín elevado a la categoría de confitura, del besugo, de las sopas de almendra, del repique de almireces y panderetas, de las murgas de ciegos cantando villancicos á las puertas de las tiendas, de las cencerradas a los vecinos, de la misa del gallo, de la borrachera de los pobres, de la embriaguez de los ricos, del pavo y de las funciones teatrales del día de Navidad.
Complacería a los italianos ocupándome de los bancherelle, capitone y botte napolitanas con sus zampognari, que tocan la cornamusa, de los troncos colosales que arden en las calles de los pueblos de Sicilia, de los panettoni, de las comilonas y del recogimiento, á estilo inglés, de las familias en las provincias del norte.
Me ocuparía del bullicio de los franceses, y diría en fin, como el italiano Rocco de Zerbi, que el día de Navidad no es un día como los otros: que en los demás días se ama y se odia, se lucha ó se camina, se avanza ó se retrocede; pero ese día no se odia, en ese día hasta el misántropo solitario busca una familia ó un amigo, y no quiere quedarse solo; en ese día se desea tener alrededor rostros que sonríen, que nos acarician con sus miradas; creemos en el afecto y enviamos un saludo al pariente lejano, un augurio a toda persona querida, de la que estamos separados; sentimos la necesidad de no luchar, de no triunfar, de no sucumbir; de persuadirnos, por algunas horas a lo menos, que la vida vale la pena de vivirse”.
El humor retozón que apunta en muchas de sus páginas aflora entonces para introducirnos en el “no ser” de la Navidad porteña:
“Pero si dijera todo esto, lo mismo daría una idea de la Navidad en Buenos Aires, que de los habitantes de la luna. En Europa una fuerza centrípeta, favorecida por el frío, aglomera á la población en los hogares, cerca del fuego, invitándolos a referir sus historias, á comer, á beber y alegrarse; aquí una fuerza contraria, una fuerza expansiva, determinada por el calor, hace huir á las familias de sus hogares y las esparce por los pueblos y por los campos. No es que aquí los españoles, los italianos, los ingleses, prescindan por completo de sus costumbres tradicionales y no procuren celebrarlas de la mejor manera posible; pero no pueden, por más que hagan, desprenderse de la influencia de una estación completamente contraria á la europea, y fácil es suponer que la elevada temperatura quita el apetito y el humor de referir historias, y de estar encerrados un día entero alrededor de los manjares y de las botellas, para irse después a los teatros, ó improvisar como los ingleses en las casas, bailes juveniles, pantomimas, diversiones instructivas, especialmente dedicadas a la infancia”.
Y por fin llegamos a sus afirmaciones parcialmente descriptivas, parcialmente valorativas, nunca carentes de notas reveladoras de un punzante don de observación y de crítica:
“El día 24 de diciembre, no presenta ese flujo y reflujo, ese trasiego de gentes que llenan y evacuan la metrópoli, no es el día mercadante y traficante por excelencia, no es el día babilónico en que se ven manjares por todas partes, en que las tiendas hacen su agosto, en que cruzan vapores, trenes, tranwías y vehículos de toda especie, como si el mundo fuera á acabarse y faltara tiempo para llegar á una nueva arca de Noé, con las provisiones necesarias á un largo período de aislamiento: ni el día 25 presenta tampoco desde la mañana hasta la tarde esa quietud, ese silencio, esa soledad que ofrecen casi todas las grandes capitales europeas. No es que no se cierren las tiendas y no se abran las cocinas, como dijo Larra, porque la costumbre de celebrar todas las fiestas, solemnidades y aniversarios con comilonas es tan antigua como universal; pero ni deja el calor tanto apetito ni tanto humor para empezar a comer el día 24 de Diciembre de cada año y mondarse los dientes el día 7 de Enero del año siguiente, ni se encierra la gente en sus casas, ni se buscan distracciones en los teatros, ni constituye la Navidad un día excepcional para los pobres, ni puede como lo han hecho Dickens, Max O´Rell y todos los escritores europeos, consignarse como una excepción, como una cosa extraordinaria, que en ese día todo el mundo come, por la sencilla razón de que hasta ahora, á Dios gracias, en este país ricos y pobres comen todos los días del año.
Celébrase, pues, la Navidad con grandes y suculentas comidas, en casa ó fuera de ella, sin que se las atribuya esa excepcional importancia que le dan los ingleses y los italianos del Norte, pero aúnque se celebre, no tiene todavía la Navidad un carácter peculiar, definido, como no sea el de echarse todo el mundo á la calle, invadir los trenes y tranwías, é ir a buscar una atmósfera más templada y soportable en las casas de campo y en los pueblos de las cercanías.
Con todo, reina en las vísperas de la Navidad y de primero de año, más animación, más movimiento que de ordinario, porque el calor no ha impedido que se extendiera la costumbre de los aguinaldos, esa funesta plaga que unos quieren arrancar de los druidas, otros de los romanos, derivar estos el nombre de los latinos, aquellos de los griegos y de los árabes.
Desde la víspera de la Navidad hasta la Epifanía, los tenderos de comestibles descargan un poco su conciencia dando á sus parroquianos una milésima parte de cuanto les escatimaron durante el año en pesas y medidas; menudean las felicitaciones por un lado, y pasan por otro las monedas ó el papel-moneda de los bolsillos propios a los bolsillos agenos; hácense regalos, cómpranse juguetes para los niños, cruzan por todas partes las bandejas de dulces…pero los aguinaldos de la inteligencia, los regalos de buenos libros, telas, estatuas, obras primorosas del arte ó de la industria, esos preocupan tan poco aquí como en España, en Italia y en Inglaterra”.
Sin duda el testimonio se asemeja bastante al que podría darse, respecto de la superficie observable de los comportamientos navideños públicos y externos de la gente de Buenos Aires en los días que vivimos. Sin embargo, para poder describir la Navidad porteña del pasado y del presente en el seno de las familias cristianas, no puede omitirse la mención del gran protagonista icónico de la celebración hogareña: el pesebre.
En la obra de conjunto dirigida por el poeta Rafael Jijena Sánchez que se titula “La Navidad y los pesebres en la tradición Argentina (Buenos Aires, Hermandad del Santo Pesebre, 1963), hay un trabajo de Horacio Jorge Becco sobre este tema, en el cual se destaca la costumbre piadosa y social de recorrer los “nacimientos” de las iglesias y después ir a ver los particulares.
El “nacimiento” o “pesebre” aparece en cronistas de la vida porteña, según dice Becco, hacia 1780 y ya por entonces se hablaba de pesebres cuyas figuras habían sido introducidas desde Nápoles o desde Barcelona. No faltan testimonios coloridos de pesebres pertenecientes a familias de origen africano, a las cofradías de San Baltasar y de San Benito y a las procesiones y danzas que se ejecutaban ante los “nacimientos”. Entre los testimonios más antiguos también se hacía alusión a la solemnidad de la celebración navideña en Buenos Aires que requería la suspensión de las faenas en la plaza de toros entonces existente.
La navidad porteña mantiene aún hoy toda la emoción del gran advenimiento, y, fiesta del Niño Dios por excelencia, es también transferentemente la fiesta que más esperan todos los niños. Desde el 24 de diciembre o Nochebuena, pasando por el 25, Navidad propiamente dicha, prolonga su emoción a través del 28, conmemoración de la tragedia de los Santos Inocentes trasmutada en ocasión de bromas –llamadas “inocentadas”- con que se procura engañar a los crédulos o distraídos para luego espetarles el consabido “¡Que la inocencia te valga!”. El 6 de enero o Epifanía de Reyes finaliza este ciclo litúrgico con la evocación de los Magos de Oriente, Melchor, Gaspar y Baltasar, que guiados sobrenaturalmente, adoraron a Jesús con sus presentes de oro, incienso y mirra.
En medio de un ritual casero de encantador misterio, todos hemos puesto alguna vez nuestros zapatos en lugar propicio, la noche del 5 al 6 de enero, a la espera del regalo de Reyes que milagrosamente aparecía, igual o parecido a lo soñado, para regocijo general.
¡Benditos sean esos días! Y ojalá no se pierdan nunca estas tradiciones entrañables en la Navidad porteña.
(*) La autora del presente artículo –especial para nuestra publicación, en el que ha volcado, como es habitual, su reconocida erudición- es escritora, docente e investigadora especializada en Folkore, Filología e Historia. Es Doctora en Letras, y autora de importantes libros e incontables artículos sobre temas de su especialidad. Ha recibido numerosas distinciones a nivel nacional e internacional, y es invitada con frecuencia a dictar conferencias en distintos centros y universidades latinoamericanas, de los Estados Unidos y de Europa. Ha sido Directora Nacional de Educación Artística y es en la actualidad miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Academia Nacional de la Historia.
FOTO: Antiguo pesebre que perteneciera a la iglesia de San Ignacio, en Buenos Aires.